El museo de cerebros
Un turista que visitaba una capital canaria se encontró
en su deambular con un edificio singular en cuyo portal había
un letrero que decía: "Museo de cerebros".
Se decidió a entrar y accedió a la sala principal donde
había unas largas mesas sobre las que se hallaban unas urnas
herméticamente selladas y en cuyo interior, conservados en formol,
se podían ver cerebros humanos. Cada urna tenía una nota
explicativa sobre cada ejemplar.
En la primera se leía: "Cerebro de Newton, 10,000 euros".
No se le notaba ningún detalle destacable. El aspecto era
bastante normal, pero si allí decía que era el de Newton, pues
eso sería.
En la siguiente decía: "Cerebro de Napoleón, 30,000 euros".
Se veía de mayor tamaño y con menos circunvoluciones que el
primero. "Parece lógico", dijo el turista, teniendo en cuenta
que su titular fue persona de mucho carácter y poca reflexión.
En el tercero señalaba: "Cerebro de Einstein, 50,000 euros".
Emocionado, el turista se fijó detenidamente y comprobó la alta
densidad de los surcos en la materia gris y constató que faltaban
algunos trozos, extraídos probablemente para su estudio.
En el cuarto se leía: "Cerebro de un gomero, 200,000 euros".
Lo releyó una y otra vez. Aquello no tenía sentido. Además el
espécimen tenía escasos surcos y un tamaño comparativamente
pequeño. Como no acaba de comprenderlo, decidió consultar al
conserje.
Perdone, este gomero cuyo cerebro ha costado tan caro habrá
merecido su lugar en este museo por algún motivo especial, pero
no acabo de imaginarlo, porque además es anónimo y no puedo
relacionarlo con ningún famoso que merezca un coste tan alto.
Pues verá, le contestó el conserje, en realidad no se trataba
de nadie especialmente notorio. Es que no se puede imaginar la
cantidad de gomeros que tuvimos que matar para encontrar uno con
cerebro.
Este chiste se lo escuché a un canario hace muchos años, antes
de que aparecieran los chistes de leperos. Ahora sí que hay
algunos en la Red con un argumento similar.
Al principio me hizo gracia por su sorprendente conclusión,
como cualquier chiste, pero posteriormente, a lo largo de los
años, cada vez que lo he recordado, se me ha ido reforzando la idea
de que el chiste encerraba alguna moraleja. Y poco a poco he ido
llegando a la conclusión de que el chiste alude realmente no a los
gomeros, sino a cualquier persona.
Vivimos convencidos de que somos seres inteligentes y de que
la inteligencia es un instrumento universal que todos tenemos a
nuestra disposición, como unos zapatos o un vaso. En nuestra vida
diaria consideramos que tenemos una inteligencia normal y que los
demás también la tienen en la misma medida.
En realidad, la inteligencia es como la estatura, diferente para
cada persona. Sólo se constata al someterse a los test de inteligencia,
unos ejercicios que permiten evaluar una puntuación, llamada I.Q. o
"coeficiente de inteligencia". Se considera "normalidad" entre 85 y 150,
siendo el 100 el número de referencia y la desviación es pequeña, en
general. O sea, casi todos próximos a la media.
Pero el test de I.Q. es una prueba técnica. En la vida real tenemos
que usar nuestro cerebro para actuar ante situaciones muy variadas y
entonces ya no es lo mismo. Funcionamos usando la costumbre, las normas,
las reglillas, los refranes, etc. y nuestros pensamientos son perturbados
por ideas y acciones ajenas. El resultado es que nuestra conducta suele
ser no precisamente inteligente, pero vamos viviendo de esa manera. Es
una cuestión práctica.
No es posible actuar en cada instante cumpliendo con la máxima
eficacia de nuestro cerebro, pero sí es conveniente que no perdamos de
vista el significado de la palabra "inteligencia". Procede del latín
"intellego" y significa, en primera acepción, "me doy cuenta".
En segunda, "comprendo" o "entiendo" y en su forma "inter+lego",
"leo entre líneas", es decir, obtengo información no-explícita de
un texto o una situación interpretando adecuadamente lo explícito.
Es decir, la verdadera inteligencia consiste en "darse cuenta",
algo que es desgraciadamente bastante infrecuente. A veces sufrimos
las consecuencias de nuestra deficiencia y otras la de los demás.
Somos indulgentes con nosotros mismos, no nos queda más remedio,
pero las peores situaciones pueden venir de las desatenciones de
los demás. En estos casos, no sólo nos perjudica la falta de
inteligencia ajena sino que nos vemos obligados a evaluar los hechos
y además a encontrar una solución correcta contra la presión
que ejerce el convencimiento erróneo de quien nos quiere desviar,
con o sin mala voluntad o propósito.
Moraleja: todos tenemos un cerebro que funciona con cierta
normalidad, pero hay que estar muy vigilantes ante las "ausencias"
de la inteligencia, propia o ajena.
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